- Gonzalo Torrente Ballester
Hablando con un amigo ayer de madrugada nos pusimos hablar de los viejos tiempos. Cuando éramos unos críos y bebíamos Tang en casa de A. y J. aún no había aprendido a tocar el bajo. Me imagino que echamos en falta esos tiempos, donde todos aprobábamos con la gorra y nada mejor que darle patadas a un balón o perseguirnos entre los columpios de los parques para desahogarse. También está el rollo de ser la época del primer beso (ahora será ya del primer polvo), de despellejarte las rodillas jugando, donde un verano sin globos de agua no era verano y en general de ser el tiempo en que hacías todas esas cosas que la chiquillada debería hacer por decreto de ley. De todo eso y siendo claro ahora mismo no me apetece hablar, pero hace su función como introducción mediocre para lo que pretendía redactar, y que seguramente dará la impresión que no tiene nada que ver con la parrafada anterior: pues tienen razón, pero así empezó la conversación y así acabé bebiéndome tres cervezas mirando otro capítulo infumable de El Equipo A grabado en el más cutre formato DivX mientras me quedaba pensando en la Crítica de la Razón Pura y en que debería beber una marca de cerveza de mejor calidad.
Hasta aquí ustedes podrán llegar a la conclusión de que sin duda me aburro mucho con mi vida y que podría irme a criar ovejas al Aconcagua. Es probable que tampoco les falte razón. Pero sumerjámonos como el Titanic en la oferta del día, que escribir por escribir es poesía: ¿de qué narices estoy hablando y a quién le importa? Lo segundo no podría responderlo, pero de lo primero más o menos tengo una idea y por eso cada una de las letras amorosamente tecleadas hasta la presente palabra, final de frase, punto. ¿Nunca se han dado cuenta de que en ocasiones conoces gente que despierta tu interés, pero tienes que ver cómo estás obligado a que no puedas volver a verla a causa de una serie de catastróficas desdichas en las que no pinchas, cortas ni trinchas?
Ayer I. me contaba la historia de la novia de un amigo, llamémosla Alc., que conoció de rebote y por mediación de, evidentemente, el novio. Resumiré todo el pastel diciendo que la llamada Alc. demostró ser una compañía estupenda durante toda la velada, y que de buen grado habría quedado en más ocasiones con ella, o habría continuado la relación hasta quizá una buena amistad, o al menos saber que en una ciudad extraña tienes un rostro conocido más con el que puedes degustar un piscolabis sin sentirte solo. Pero bastó un revés de la vida para mandarlo al cuerno: y es que, en este caso, una ruptura sentimental causó que cada uno vaya ahora por su esquina, por lo que Alc. será sólo una nota a pie de página para K., y para I. y el ‘ya nos veremos’ que se pronuncia de rigor en toda despedida no tendrá más validez que el papel mojado.
Esta insípida anécdota me hizo pensar, con grave riesgo para la salud ajena, e hice balance de todas las veces que las circunstancias de los demás, o las propias (una ruptura sentimental, un enfado con un amigo, la falta de valor para pedir un teléfono) me hicieron perder la oportunidad de conocer un poco más a personas que expelían aroma a merecer la pena. Terminé la segunda cerveza y realicé el paso lógico de abrir una tercera mientras le daba vueltas a una frase.
Cuánta gente dejas pasar de largo en tu vida.
Hasta aquí ustedes podrán llegar a la conclusión de que sin duda me aburro mucho con mi vida y que podría irme a criar ovejas al Aconcagua. Es probable que tampoco les falte razón. Pero sumerjámonos como el Titanic en la oferta del día, que escribir por escribir es poesía: ¿de qué narices estoy hablando y a quién le importa? Lo segundo no podría responderlo, pero de lo primero más o menos tengo una idea y por eso cada una de las letras amorosamente tecleadas hasta la presente palabra, final de frase, punto. ¿Nunca se han dado cuenta de que en ocasiones conoces gente que despierta tu interés, pero tienes que ver cómo estás obligado a que no puedas volver a verla a causa de una serie de catastróficas desdichas en las que no pinchas, cortas ni trinchas?
Ayer I. me contaba la historia de la novia de un amigo, llamémosla Alc., que conoció de rebote y por mediación de, evidentemente, el novio. Resumiré todo el pastel diciendo que la llamada Alc. demostró ser una compañía estupenda durante toda la velada, y que de buen grado habría quedado en más ocasiones con ella, o habría continuado la relación hasta quizá una buena amistad, o al menos saber que en una ciudad extraña tienes un rostro conocido más con el que puedes degustar un piscolabis sin sentirte solo. Pero bastó un revés de la vida para mandarlo al cuerno: y es que, en este caso, una ruptura sentimental causó que cada uno vaya ahora por su esquina, por lo que Alc. será sólo una nota a pie de página para K., y para I. y el ‘ya nos veremos’ que se pronuncia de rigor en toda despedida no tendrá más validez que el papel mojado.
Esta insípida anécdota me hizo pensar, con grave riesgo para la salud ajena, e hice balance de todas las veces que las circunstancias de los demás, o las propias (una ruptura sentimental, un enfado con un amigo, la falta de valor para pedir un teléfono) me hicieron perder la oportunidad de conocer un poco más a personas que expelían aroma a merecer la pena. Terminé la segunda cerveza y realicé el paso lógico de abrir una tercera mientras le daba vueltas a una frase.
Cuánta gente dejas pasar de largo en tu vida.
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